La pelota manchada
El fútbol cifra buena parte de las virtudes y los defectos de los argentinos. El conflicto entre el Gobierno y la AFA vuelve a ponerlo en el candelero y nos ofrece una nueva oportunidad para construir una narrativa que nos haga mejores.
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03-12-2025
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En estos días, el mundo fascinante del fútbol argentino entró en ebullición. En el marco de su disputa con la AFA por las Sociedades Anónimas Deportivas (SAD), el Gobierno decretó el aumento de la alícuota de las contribuciones sociales de la actividad futbolística y la guerra quedó instalada. La AFA, que estaba para dar batalla, cometió entonces un error de principiante: se abrió otro frente de conflicto. Declaró “Campeón Anual” a Rosario Central, desde el escritorio, lo cual generó malestar en varios clubes. Los jugadores del Pincha les dieron la espalda a los rosarinos en señal de repudio y la AFA, que hubiera podido recular, reincidió en el error, esta vez imponiéndole una sanción a Estudiantes. Milei, hábil para captar el sentir popular, salió a partir una lanza por el Pincha, y ahora cae lluvia ácida sobre el “Chiqui” Tapia y su lugarteniente, Pablo Toviggino, ambos dirigentes de reputación endeble.
Más que un deporte, en la Argentina el fútbol es parte sustancial de nuestro gen identitario. Funciona como el espejo implacable en el que se mira nuestra sociedad: como una fuente de contradicciones que, con sus luces y sus sombras, nos retrata. Es el amor puro por la Selección celeste y blanca, que nos une y nos llena de orgullo, sobre todo desde que Messi y Scaloni andan en yunta. Es también la pasión por el club de cada uno, donde conviven la incondicionalidad noble y gregaria del hincha de a pie —“yo te sigo a todas partes”— con la violencia tribal de los barras, siempre en los bordes de la ilegalidad. Y es, finalmente, su dirigencia poderosa y corrupta, firme desde hace décadas en sus vínculos inconfesables con la política, la timba y el narco. Todo eso junto.
Si el fútbol es, al final, parte inevitable de nuestra identidad, hay entonces una oportunidad para generar una narrativa entorno a él que nos convenga, porque somos también lo que nos contamos de nosotros mismos:
Esfuerzo. Las iniciativas igualitarias en el ámbito educativo han suprimido aplazos, amonestaciones y otras medidas que puedan generar estrés a nuestros párvulos. También premios y reconocimientos, no sea cosa que los más perezosos se sientan discriminados. El fútbol nunca se plegó a esa moda: los títulos y las copas se los lleva el que gana, y ese es el que más entrena, el que logra sobreponerse a la adversidad. Contracultural.
Talento. El fútbol, como cualquier actividad competitiva, no tiene miramientos: gana el que hace más goles y logra defender mejor su arco. Punto: así de bilardista. No se compensa con palabras condescendientes al que se cansa, al que yerra, al lento, al falto de reflejos o de puntería. Ese pierde y se va a su casa; y se lleva el premio de la ovación el que acierta más veces. Junto al esfuerzo, el talento es la otra pata de la meritocracia. También, a contramano de la cultura soft.
Trabajo en equipo. Nadie, ni siquiera Messi, gana los partidos sin ayuda de sus compañeros. Los argentinos, aun con nuestra fama de individualistas a cuestas, mostramos más de una vez que somos capaces de hacer funcionar equipos cuyo éxito sólo se explica a partir de la colaboración, la coordinación de esfuerzos y la solidaridad. Quizá lo que no sabemos hacer todavía en la vida política, lo tenemos aprendido desde siempre en el deporte.
Pasión. Los campeones lo son por su talento, por su esfuerzo, por su trabajo en equipo, y en buena medida por ese plus que los hace superarse cuando las piernas se acalambran por el cansancio. Hay esfuerzos finales que sólo se explican por el amor a la camiseta, por las ganas de ganar. Hay partidos que se ganan “sacando chapa de campeón”: es la actitud que el mundo le reconoce a la Argentina.
Apertura al mundo. El chico que sale del potrero y triunfa en Europa, entre otras cosas, cuenta una historia de competencia con los mejores. El fútbol argentino no tiene complejos, no cierra las fronteras: exporta talento, y no tiene problemas en importarlo. Sin cupos ni reglas especiales para extranjeros, pretende que brillen los mejores. El proteccionismo férreo que está vigente desde hace décadas en múltiples sectores de la economía, nunca llegó al fútbol. En eso, siempre fuimos liberales.
Somos, de algún modo, como es nuestro fútbol: estelares como la Scaloneta, pasionales y patoteros como los clubes, hábiles y corruptos como su dirigencia. Pero también podemos ser la mejor versión de ese deporte sublime: esforzados, talentosos, generosos para jugar en equipo, apasionados y abiertos al mundo. Todo depende de cómo decidamos contar nuestra propia historia.
Ilustración: gentileza GM+AI
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Tres preguntas a Manuel Alejandro Hidalgo. Es un economista y ensayista español, profesor de economía aplicada de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, donde desarrolla su investigación en áreas relacionadas con el cambio tecnológico, el mercado de trabajo y el crecimiento económico. Publica sus artículos regularmente en Voz Populi y El País Retina. Es editor de Agenda Pública.
—¿Por qué importa tanto el crecimiento económico?
—El crecimiento económico no es una abstracción estadística; es la palanca más poderosa que la humanidad ha conocido para la mejora tangible del bienestar. Durante las últimas décadas, su impacto ha sido transformador: según datos del Banco Mundial, el porcentaje de la población mundial viviendo en extrema pobreza se desplomó desde más del 35% en 1990 a aproximadamente un 8,5% antes de la pandemia, lo que significa que más de mil millones de personas escaparon de las peores formas de miseria. Esta era de expansión también ha traído consigo avances espectaculares en otros indicadores cruciales: la esperanza de vida global ha aumentado significativamente, la mortalidad infantil se ha reducido drásticamente y las tasas de alfabetización y acceso a la educación han alcanzado niveles sin precedentes. Ignorar este historial de progreso verificable sería cerrar los ojos a la herramienta más eficaz que hemos tenido para combatir el sufrimiento y ampliar las oportunidades humanas.
—¿Qué implicancias tiene el crecimiento para los países en desarrollo?
—Más allá de la retrospectiva histórica, la necesidad de crecimiento sigue siendo un imperativo acuciante, especialmente para los países en desarrollo. Para miles de millones de personas en Asia, África y América Latina, el crecimiento económico no es un debate sobre el consumismo, sino la única vía realista hacia la nutrición adecuada, el agua potable, la vivienda digna, la atención sanitaria y una educación que les permita forjar un futuro mejor. Desde esta perspectiva global, las propuestas de decrecimiento originadas en naciones opulentas corren el grave riesgo de perpetuar las desigualdades existentes, negando a los países de menores ingresos la oportunidad de alcanzar los niveles de desarrollo que Occidente ya disfruta. Imponerles una “austeridad ecológica” no solo sería profundamente injusto, sino que también podría interpretarse como una nueva forma de colonialismo que obstaculiza su legítimo derecho al desarrollo.
—¿Qué es el “decrecimiento” como propuesta teórica en el mundo de la economía?
—En esencia, el decrecimiento es una corriente de pensamiento que, motivada por una genuina preocupación por los límites ecológicos del planeta, propone una reducción planificada y equitativa de la producción y el consumo en las economías consideradas ricas. Sus defensores argumentan que solo disminuyendo la escala material de la economía se pueden mitigar crisis como el cambio climático o la pérdida de biodiversidad. Sin embargo, más allá de sus intenciones, un análisis riguroso revela que el decrecimiento como estrategia activa presenta riesgos económicos, sociales y prácticos de enorme magnitud, que podrían resultar contraproducentes. El primer peligro radica en los riesgos económicos directos. Una política deliberada de contracción económica se asemeja peligrosamente a una recesión prolongada, fenómeno que históricamente se asocia con un severo deterioro del bienestar. La consecuencia más probable sería un aumento drástico del desempleo, la caída de los ingresos familiares, la reducción de la inversión empresarial y una merma significativa en la recaudación fiscal, debilitando la capacidad del Estado para financiar servicios públicos esenciales. La idea de una «distribución equitativa» de la escasez ignora las tensiones sociales y los conflictos que inevitablemente surgirían al repartir un pastel económico cada vez más pequeño.
Las tres preguntas a Manuel Alejandro Hidalgo se tomaron del artículo titulado “La falsa promesa del decrecimiento”, publicado originalmente en Ethics. Para acceder al texto completo podés hacer click acá.
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Encuesta. La OCDE hace encuestas en las poblaciones de sus países miembros para entender cuáles son las mayores preocupaciones sociales. Este estudio, hecho específicamente en los países de la OCDE de América Latina y el Caribe muestra que el 35% de las personas confían en sus gobiernos nacionales, mientras que el 48% no. En promedio, la confianza de los latinoamericanos es menor que entre los habitantes de los demás países de la OCDE, donde el 39% tiene una confianza alta o moderadamente alta en sus gobiernos nacionales. Algunos hallazgos interesantes que vale la pena mirar con detalle.
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Academia. La lectura de los clásicos nos hace mirar la realidad subidos a los hombros de gigantes. Esta entrevista al filósofo José María Torralba da algunas pautas sobre este tema y resulta inspiradora, a partir de lo que cuenta sobre un programa universitario de la Universidad de Navarra que ofrece a sus alumnos una variedad amplia de autores clásicos, desde los griegos y romanos, pasando por poetas y filósofos medievales y modernos, hasta los más influyentes de los siglos XX y XIX. Un tesoro escondido.
¡Hasta el próximo miércoles!
Juan.
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